La CNTE ha
sido una aliada de causas populares. Hoy más que nunca, es urgente no prestarse
al juego de las élites que quieren perpetuar sus privilegios.
En el actual
contexto de transformación política que vive México, bajo la Cuarta
Transformación, es preocupante constatar cómo ciertos actores sociales,
históricamente identificados con la izquierda, terminan jugando —consciente o
inconscientemente— un papel funcional a los intereses más conservadores del
país. Tal es el caso de una fracción minoritaria de la Coordinadora Nacional de
Trabajadores de la Educación (CNTE), que ha emprendido en semanas recientes una
serie de protestas incongruentes, radicalizadas y profundamente despolitizadas
en contra de una de las iniciativas más progresistas de este sexenio: la
elección del Poder Judicial por voto popular.
La CNTE ha
sido, sin duda, un actor clave en la historia reciente del sindicalismo
magisterial en México. Su lucha contra la mal llamada “reforma educativa” de
Peña Nieto, sus movilizaciones en defensa de los derechos laborales y su
resistencia a la cooptación del SNTE, le otorgaron un lugar respetable entre
los movimientos sociales de izquierda. Sin embargo, una cosa es la crítica
combativa y otra muy distinta es el secuestro del espacio público como forma de
extorsión política sin fundamento ideológico claro.
En los
últimos días, la CNTE ha bloqueado San Lázaro, ha impedido la entrada de
diputados y ha amenazado con boicotear la jornada electoral del 2 de junio. ¿El
motivo? Una serie de demandas que van desde aumentos salariales hasta la
abrogación total de la reforma educativa (ya superada en 2019), pero que, al
articularse con el rechazo al nuevo sistema de elección de ministros, revela
una postura profundamente desconectada del momento histórico.
Bloqueos
CNTE desquician la Ciudad de México
En lugar de
celebrar que por primera vez en la historia reciente se propone quitarle al
cártel judicial el privilegio de repartirse entre cúpulas los cargos, una parte
de la CNTE actúa en los hechos como aliada del viejo régimen. ¿Qué sentido
tiene oponerse a que el pueblo elija a los jueces, magistrados y ministros? ¿En
qué cabeza progresista cabe defender el actual sistema elitista, corrupto y
antidemocrático del Poder Judicial?
Los voceros
de este bloque radicalizado de la CNTE repiten, sin saberlo o sin quererlo
admitir, los mismos argumentos que el PAN, el PRI y Claudio X. González: que la
elección popular del Poder Judicial compromete su “autonomía”. Pero esta
narrativa es profundamente engañosa. La verdadera autonomía judicial no
consiste en que los ministros sean nombrados entre las cúpulas del poder
económico y político, sino en que respondan a un mandato social, popular y
constitucional.
Bajo el
régimen actual, la Suprema Corte de Justicia ha sido un muro de contención
contra las reformas sociales promovidas por la 4T. Desde la invalidez de la Ley
Eléctrica, hasta la suspensión de leyes en materia de austeridad o seguridad,
el Poder Judicial ha demostrado estar al servicio de las élites. Defender esa
“autonomía” es, en realidad, defender sus privilegios.
¿Por qué
entonces un sector de la CNTE adopta esta posición? Todo indica que se trata de
una alianza táctica entre grupos que han perdido capacidad de negociación
directa con el Estado, y que ven en la confrontación una manera de presionar,
sin importar el fondo de lo que se debate.
En una
paradoja que raya en lo absurdo, la CNTE que históricamente ha demandado
democratización sindical, rendición de cuentas y elección de representantes
mediante voto directo que hoy se opone a aplicar esos mismos principios al
Poder Judicial. ¿Cómo puede ser congruente exigir procesos democráticos
internos, pero rechazar que los jueces también enfrenten la voluntad popular?
Más aún, la
crítica a la élite judicial ha sido una bandera histórica de la izquierda:
desde los zapatistas que denunciaban la justicia al servicio de los ricos,
hasta los movimientos sociales que exigieron justicia para Atenco, Ayotzinapa o
Tlatlaya. Hoy que se tiene la oportunidad histórica de cambiar la estructura de
ese poder, resulta desconcertante ver a actores que se dicen de izquierda
obstaculizando el proceso.
Esto no
significa que no haya legítimas demandas laborales por parte del magisterio.
Pero usar esas demandas como pretexto para sabotear un proceso de
democratización institucional es políticamente irresponsable. No se puede
supeditar el interés general de un país entero al chantaje de un grupo, por muy
histórico que sea.
La Cuarta
Transformación no es un simple cambio de gobierno, sino un proceso profundo de
reconfiguración del Estado mexicano. Así lo entienden millones de ciudadanos
que respaldan a Claudia Sheinbaum, y así lo conciben los movimientos que siguen
empujando desde abajo. En este contexto, oponerse a la democratización del
Poder Judicial es estar del lado equivocado de la historia.
La actitud
de la fracción disidente de la CNTE no representa al magisterio nacional ni a
la mayoría de los trabajadores de la educación, quienes han encontrado en este
gobierno una interlocución respetuosa y avances tangibles.
Los enemigos
no son los maestros del CNTE. Los enemigos son los neoliberales
Lo que está
en juego no es solo una reforma judicial. Está en juego el modelo de país que
queremos construir: uno donde los jueces respondan al pueblo, donde las
instituciones sean transparentes y donde la justicia no sea un privilegio.
Debemos
tener claridad, no toda protesta es progresista, ni toda consigna es
revolucionaria. La CNTE ha sido históricamente una aliada de las causas
populares, pero eso no la exime de caer en errores. Hoy más que nunca es
urgente recuperar el sentido estratégico, distinguir entre lo esencial y lo
accesorio, y no prestarse al juego de las élites que quieren perpetuar sus
privilegios a costa de la voluntad popular.
Impulsar la reforma judicial es un acto de justicia social. Apoyarla, más allá de las filias y fobias políticas, es comprometerse con la democratización del país. Oponerse a ella, desde la trinchera que sea, es condenar a México a seguir gobernado por un poder que no rinde cuentas a nadie más que a sí mismo.
Por: Héctor
Zariñana
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